El auge de las casas de apuestas y la expansión del mercado online han multiplicado las oportunidades —y también las tentaciones— para quienes participan directamente en las competiciones. La combinación de beneficios inmediatos, anonimato digital y una regulación en constante adaptación genera un escenario de vulnerabilidad que afecta tanto a jugadores como a clubes y organismos federativos. En ese contexto, donde el amaño de partidos de fútbol se ha convertido en una de las amenazas más serias para la integridad competitiva y la credibilidad del deporte.

La historia reciente ofrece múltiples ejemplos de cómo una conducta individual puede poner en jaque a todo un equipo y, en algunos casos, comprometer la confianza del público en el sistema deportivo. El reciente caso del futbolista Kike Salas, investigado por su presunta implicación en un amaño vinculado a apuestas, ha reabierto el debate sobre los límites entre la imprudencia y el delito, y sobre la eficacia de los mecanismos de control que el propio deporte se ha impuesto.

El marco penal en las apuestas deportivas y el amaño de partidos

El Código Penal español, en su artículo 286 bis.4 recoge de forma expresa el delito de corrupción deportiva al castigar “aquellas conductas que tengan por finalidad predeterminar o alterar de manera deliberada y fraudulenta el resultado de una prueba, encuentro o competición deportiva de especial relevancia económica o deportiva”. Se trata de un tipo penal introducido en la reforma de 2010, concebido para dar respuesta a un fenómeno global que desbordaba los límites de la disciplina deportiva.

Su estructura es clara: el bien jurídico protegido es la pureza de la competición. El sujeto activo puede ser cualquier persona que participe o influya en el desarrollo del encuentro —desde jugadores y entrenadores hasta árbitros, dirigentes o intermediarios—, y las penas oscilan entre seis meses y cuatro años de prisión, además de multas (del triple del valor de la ventaja o beneficio) e inhabilitación para ejercer la profesión o cargo público relacionado con el deporte.

Ahora bien, conviene subrayar un aspecto técnico esencial que suele pasar desapercibido fuera del ámbito jurídico (y, en ocasiones, incluso dentro): el delito de corrupción deportiva —o amaño de partidos— es un delito de mera actividad o de tendencia, no de resultado. Esto significa que su consumación no depende de que el resultado del partido llegue efectivamente a alterarse, sino de que la conducta del autor se realice con la finalidad deliberada de predeterminarlo o manipularlo.

El artículo 286 bis.4 del Código Penal castiga expresamente las conductas que tengan por “finalidad predeterminar o alterar de manera deliberada y fraudulenta el resultado” de una competición. El legislador no exige que el plan se materialice, sino que exista una intención corruptora. De ahí que el núcleo del delito no radique en el marcador o en la alteración efectiva del juego, sino en el acto mismo de ofrecer, solicitar o aceptar un beneficio con el propósito de condicionar la competición.

Desde esta óptica, se trata de un delito de peligro abstracto, en el que el bien jurídico protegido —la pureza e integridad de la competición— se ve lesionado desde el mismo momento en que se produce el pacto corrupto o la entrega del beneficio indebido.

Y es que, tratándose de un delito de tendencia o de mera actividad, la consumación no exige que el resultado se materialice —esto es, que los árbitros efectivamente alteren sus decisiones—, sino que basta con la existencia de una conducta dirigida a influir o condicionar la imparcialidad de la competición. El núcleo del reproche jurídico reside, por tanto, en el acto corruptor mismo (prometer, ofrecer o conceder una ventaja) y no en su eficacia práctica.

El legislador no exige que el resultado efectivamente se altere, sino que la conducta del autor se realice con esa intención específica. Y así lo ha sentado el acervo jurisprudencial (ex. SAP Navarra nº 111/2020):

El delito de corrupción en el deporte es un delito de mera actividad que se consuma con el mero ofrecimiento o solicitud y que por tanto no necesita que se produzca el resultado para su consumación. El acto de corrupción activa consiste en prometer, ofrecer o conceder un beneficio o ventaja de cualquier naturaleza no justificado para la realización o abstención de un acto dirigido a predeterminar o alterar, de manera deliberada o fraudulenta, el resultado de una competición deportiva. Por tanto se consuma con la simple promesa, ofrecimiento o concesión de la ventaja o beneficio tanto a los deportistas que intervienen como al árbitro con la intención de predeterminar fraudulentamente el resultado que se obtendría en el normal desarrollo de la prueba. El acto de corrupción pasiva consiste en recibir, solicitar o aceptar el beneficio o ventaja de cualquier naturaleza no justificada para la realización o abstención de un acto dirigido a predeterminar o alterar de manera deliberada y fraudulenta el resultado de la competición deportiva. Y por tanto basta con el mero hecho de recibir, solicitar o aceptar el beneficio o ventaja para que el delito quede consumado.

Este razonamiento, aplicado al supuesto del FC Barcelona, ilustra cómo el tipo penal opera de forma preventiva: no se exige la prueba de un beneficio efectivo ni la alteración del marcador, sino la existencia de un comportamiento orientado a condicionar la integridad del juego. En otras palabras, el Derecho penal interviene no cuando se demuestra el daño, sino cuando se acredita la intención corruptora.

De esta forma, se entiende mejor que la respuesta al amaño de partidos de fútbol no se agote en el ámbito penal. El Derecho deportivo mantiene autonomía y actúa de forma complementaria, imponiendo sanciones federativas que van desde la suspensión de licencias hasta la exclusión de competiciones europeas.

En España, este marco se refuerza mediante la cooperación entre la Policía Nacional, la Dirección General de Ordenación del Juego y las plataformas de integridad de LaLiga y la RFEF, apoyadas por las casas de apuestas, que alertan sobre movimientos sospechosos.

A nivel internacional, el Convenio de Macolin del Consejo de Europa, ratificado por España en 2024, consolida esa red de prevención y coordinación entre autoridades y entidades deportivas. Su mensaje es inequívoco: el amaño no es una anécdota competitiva, sino una forma de corrupción que pone en riesgo la confianza pública en el deporte.

En conjunto, estas normas configuran un ecosistema jurídico donde el mensaje es inequívoco: el amaño de partidos de fútbol ya no vive en la ambigüedad. Lo que antes podía parecer una picardía de vestuario hoy tiene consecuencias penales tangibles. Y lo que antes se resolvía en los despachos federativos, ahora puede terminar en un juzgado de instrucción.

Apuesta deportiva en el fútbol

Casos recientes: Negreira, Osasuna y Oikos

El delito de amaño de partidos de fútbol dejó de ser una amenaza abstracta en el momento en que los tribunales comenzaron a dictar sentencias condenatorias. El punto de inflexión fue el caso Osasuna. En él, varios exdirectivos del club fueron condenados por corrupción deportiva al haber pagado a jugadores de otro equipo para alterar el resultado de un partido decisivo de la temporada 2013-2014.

Por primera vez, la Sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra nº 111/2020, de 23 de abril, declaró probado que un club había alterado de forma deliberada el resultado de varios encuentros de Primera División, configurando así el primer pronunciamiento firme por el delito previsto en el artículo 286 bis del Código Penal.

El contexto era crítico: el Club Atlético Osasuna se jugaba la permanencia en la temporada 2013-2014 y, con el objetivo de evitar el descenso, parte de su directiva decidió destinar fondos del club para influir en los resultados de dos partidos decisivos. Según los hechos probados, se acordó pagar 400.000 euros a dos jugadores del Real Betis Balompié para que su equipo ganara frente al Real Valladolid —rival directo de Osasuna en la lucha por la salvación— y otros 250.000 euros para que el Betis, ya descendido, se dejara ganar una semana después en Pamplona.

La sentencia describe con precisión el modus operandi: reuniones privadas en Madrid entre directivos y futbolistas, extracciones de dinero en efectivo de las cuentas del club y dos entregas diferenciadas de los pagos —una en Sevilla y otra en Madrid— tras los encuentros disputados. Este entramado sirvió no solo para consumar los amaños, sino también para ocultar el desvío de fondos mediante falsedad contable y falsedad en documento mercantil, delitos que se sumaron al de apropiación indebida.

Las condenas incluyeron penas de prisión, multas económicas y inhabilitaciones especiales tanto para ejercer cargos directivos en entidades deportivas como para el desempeño de la profesión de futbolista. Más allá de la severidad de las penas, lo verdaderamente trascendente fue la interpretación del tipo penal que introdujo la sentencia: el tribunal consideró que incluso las denominadas y conocidas “primas a terceros por ganar” —es decir, incentivos económicos ofrecidos a otro club para vencer a un rival— constituyen corrupción deportiva, en tanto alteran de forma fraudulenta la igualdad de la competición.

Esta interpretación ha consolidado un criterio doctrinal de enorme relevancia: no es necesario que exista un beneficio derivado de casas de apuestas o de operaciones de juego para que se configure el delito. El simple hecho de alterar deliberadamente el desarrollo normal de una competición basta para consumarlo, pues lo que protege la norma no es el patrimonio ni el lucro, sino la pureza e integridad del deporte como bien jurídico.

Con esta resolución, la justicia española trazó una línea definitiva entre lo éticamente cuestionable y lo penalmente punible. El mensaje del caso Osasuna fue inequívoco: cualquier conducta que rompa la igualdad competitiva —ya sea pagando para perder o para ganar— constituye corrupción, y su persecución judicial es una obligación, no una opción.

El fallo supuso un antes y un después en la interpretación judicial del tipo penal: por primera vez, se reconocía que pagar por modificar el desarrollo de una competición, aunque no existiera un beneficio directo de apuestas, constituía delito, independientemente del resultado. Configurándose así como un delito de mera actividad y no de resultado.

En paralelo, la conocida Operación Oikos, iniciada en 2019, marcó la primera gran investigación de la Policía Nacional sobre amaños en el fútbol profesional español. Aunque buena parte del procedimiento fue finalmente archivado, su trascendencia mediática evidenció que las prácticas de manipulación y las redes de intermediarios habían penetrado en el ecosistema deportivo. El proceso también mostró las dificultades probatorias de estos casos: los indicios son muchas veces indirectos, basados en movimientos de apuestas, registros electrónicos o conversaciones filtradas, lo que obliga a una investigación conjunta entre autoridades judiciales y federativas.

El eco de estos precedentes resuena ahora en el caso Kike Salas, jugador español investigado en 2025 por su supuesta implicación en un amaño vinculado a la manipulación de tarjetas amarillas. Aunque el futbolista mantiene su presunción de inocencia, el mero inicio de una investigación penal tiene efectos inmediatos: posible suspensión, apertura de expediente disciplinario y un daño reputacional que, en muchos casos, se prolonga más allá de la resolución judicial.

Este tipo de investigaciones reflejan una realidad incómoda para el propio deporte: los amaños ya no son producto de estructuras mafiosas ajenas al fútbol, sino que pueden originarse desde dentro, a veces por imprudencia o por desconocimiento del alcance legal de ciertos actos. Una tarjeta buscada a propósito, una filtración sobre alineaciones o una simple participación indirecta en apuestas pueden ser suficientes para desencadenar consecuencias penales y deportivas.

El papel del derecho deportivo y la cooperación institucional

El amaño de partidos de fútbol no es nuevo, pero hoy se persigue con una intensidad inédita. Lo que antes era un secreto a voces se enfrenta ahora a un marco legal sólido, a sistemas de detección avanzados y a una vigilancia institucional constante. En este contexto, la corrupción deportiva ya no es una excepción, sino un indicador del estado de salud del fútbol.

La entrada en vigor del Convenio de Macolin, la cooperación de la Policía Nacional y las sanciones ejemplares de la UEFA en las competiciones europeas demuestran que la prevención ha sustituido a la reacción. Pero ese cambio solo será real si jugadores y clubes asumen que la integridad no es una imposición, sino una convicción profesional. Porque el verdadero triunfo, en el deporte y en el Derecho deportivo, es ganar sin manchar el escudo.

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